Ficción hereje para lectores castos

GIOVANNI RODRÍGUEZ.

(San Luis, Santa Bárbara, Honduras, 1980)
Estudió Letras en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula. Es miembro fundador de mimalapalabra y editor del blog www.mimalapalabra.com.
Durante 2007 y 2008 coeditó la sección literaria del mismo nombre en Diario La Prensa de Honduras. Leer más

viernes, 6 de marzo de 2009

Herejías y otras hierbas

Hernán Antonio Bermúdez


“Los niveles insoportables de alienación y fanatismo que había adquirido la sociedad en los últimos tiempos”.
(Capítulo 1)


El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la costa Norte. Tras la reciente publicación del excelente libro de relatos Las virtudes de Onán (2007) de Mario Gallardo, surge ahora la novela Ficción hereje para lectores castos de Giovanni Rodríguez, de apenas 29 años de edad, y conocido como el audaz editor de mimalapalabra. En ambos libros San Pedro Sula, fenicia y violenta, refulge en el trasfondo, y su influjo se extiende a “los campos bananeros cercanos a la ciudad”.

Pero en esta ocasión no se trata de una novela bananera, ni mucho menos. Lejos de ello, y al igual que Gallardo, Rodríguez evita minuciosamente los nefandos ejercicios de realismo mágico (o, peor aún, de realismo socialista), cuya pobrísima floración en nuestra literatura no ha dado más que textos insípidos y obras de contextura cadavérica.

Si bien el narrador de Ficción hereje para lectores castos afirma que se trata de una “…pequeña historia para retratar a la sociedad ultra conservadora, mojigata y corrupta que tenemos en este país profundo”, aquí no hay lugar para el panfleto político ni para el regodeo testimonial. Se está en presencia de una novela imaginativa, plena de invención verbal y desenfadada, que impresiona por su ambición sin antecedentes dentro de la literatura hondureña: atreverse a criticar, en son de broma –en plan de juego-, a la religión (esa rama de la literatura fantástica, según Borges) y, más específicamente, a los pastores de las sectas religiosas.

Pero a la par de su vena lúdica y agnóstica, esta opera prima de Giovanni Rodríguez como narrador (si bien había publicado antes dos libros de poesía: Morir todavía -2005- y Las horas bajas -2007-), traza una semblanza generacional de cierta juventud pensante de la costa Norte del país. Para ello se vale de los cuatro jóvenes integrantes del grupo denominado “Los Herejes”, cuya rebeldía iconoclasta les lleva a cuestionar al mundo tal cual es: ven por todas partes males a corregir y entuertos por enderezar y, como es natural, pretenden modelar la sociedad según sus propios ideales.

“Los Herejes” nadan contra la corriente de las convenciones, juegan heréticamente con los fundamentos de la fe religiosa, critican y se burlan de las impregnaciones de ésta en el tejido social hasta que deciden “pasar a los hechos”, a la hechicera praxis, habida cuenta de que la misma echa mano de medios materiales cuando ya no basta la mera convicción ni la teoría pura.

Para ello, tras varios episodios de provocación y escándalo, intentan secuestrar al verborrágico Satanael Aguilar, pastor de una iglesia evangélica, denominado el “apóstol” por sus feligreses, alrededor del cual gravita un clima de veneración santurrona e insulsa. Proyecto de secuestro que no busca intereses económicos sino apenas darle un escarmiento al mercantilizado “embaucador de almas”.

Pero es más, Ficción hereje para lectores castos no sólo enfoca las arremetidas de esta banda de soñadores contra uno de los bastiones del orden moral sino que teje tramas de variada suculencia al detenerse en las relaciones amorosas de estos “buenos muchachos” (primer titulo tentativo de la novela), y explorar los pliegues del sexo y del amor o, mejor, abundar en su “educación sentimental” y sexual.

En efecto, los heréticos Wilmerio, Simón, Ricardo y Alfredo son objeto de asedio por parte de las mujeres, incluso, como Simón, desde temprana edad. Son ellas quienes toman siempre la iniciativa en los escarceos eróticos, y los muchachos no hacen sino reaccionar frente a los avances amatorios del sexo femenino. El caso más extremo es el de Gladisita, quien no sólo inicia a un Simón de ocho años en los “juegos de manos” y de boca sino que, luego, cuando éste es ya quinceañero (y ella de diecinueve), lo reencuentra y arrincona cual “cazadora” con su “presa”, y hacen “el amor como Dios manda”.

El autor le dedica un capítulo a cada uno de los integrantes de “Los Herejes”, y establece un delicado equilibrio (o contrapunto) entre el grupo y sus miembros, sin desmedro de ninguno. Por medio de un sistema diríase de “muñecas rusas”, la novela pasa del cuarteto (del ente colectivo) a indagar en la biografía de cada uno de sus componentes. De un bosquejo generacional, de la camada, se pasa a una suerte de confesión existencial en el plano individual.

Cada uno de ellos, Wilmerio, Simón, Ricardo y Alfredo, posee sus propias motivaciones para militar en la banda, en una mezcla de convicción afiebrada y auto-ironía que desarrollan en sus papeles de jóvenes letrados e intrépidos.

El narrador a lo largo del relato es, según se dice, un joven que observa y le sigue los pasos a “Los Herejes”, como un detective que, además, intenta interpretar sus vidas. Así, incluso le informa al lector sobre las lecturas del cuarteto, y nos enteramos, por ejemplo, que en la lista de literatura erótica a la que es aficionado Simón, se incluye Las virtudes de Onán, en un guiño de complicidad con Mario Gallardo.

A propósito de éste, hay que decir que así como en ese libro (y más concretamente en el relato “Noche de samba bárbara”), rescata como protagonista a Heimito Kunst, personaje de Los detectives salvajes, la novela canónica de Roberto Bolaño, y le infunde una prórroga de vida (aunque fugaz) en Honduras, Giovanni Rodríguez también registra en su radar a Heimito a su paso por Copán Ruinas (aunque sin mencionar al austriaco por su nombre), y hace que sus herejes, en desbandada tras el secuestro frustrado de Satanael Aguilar, se topen con él en medio de una nube de marihuana. Extrapolación de otra extrapolación literaria (léase “rizar el rizo”).

Y es que al final de Ficción hereje… hay un Flash back (post-scriptum) que actualiza al lector sobre las correrías del cuarteto, una vez fracasado el plagio del “apóstol”. Pues, como cabe esperar, los confabulados huyen de San Pedro Sula, ciudad que, ya se vio, actúa a manera de escenario, por momentos gracioso, de la despreocupación e irreverencia de estos jóvenes cuyas lecturas y cultura literaria no les exime de una cierta ingenuidad en “esta periferia del mundo”. Inocencia salvaje que les hace incluso asombrarse de que su intento de secuestro al pastor pueda ser visto como un delito por parte de la policía, y no como una simple picardía o travesura anarquista de los “días de una juventud enfebrecida en la que todavía pensaba que podía ayudar a cambiar el mundo con mis acciones”.

Este tono más maduro del post-scriptum, que ve retrospectivamente las andanzas de los protagonistas, es una “vuelta de tuerca” donde el narrador confiesa, al final, que él es uno de los miembros del errático cuarteto y se comunicó con Giovanni Rodríguez para que éste organizara el material narrativo y lo publicara bajo el sello editorial mimalapalabra.

Así como en ese ejercicio intertextual de desdoblamiento autoral, Ficción hereje… se mantiene, en todo momento, ligera, graciosa, con un humor socarrón. Incluso los pasajes más dramáticos o reflexivos están matizados por bromas o sarcasmos brutales y directos.

Con esta novela, Rodríguez airea y revitaliza el lenguaje novelístico de Honduras, maneja con desenvoltura una forma inédita de narrar y, de esta manera, se incorpora a las corrientes literarias más vitales y renovadoras de la actualidad. Todo lo cual hay que celebrar y, a la vez, esperar que el dúo Rodríguez-Gallardo pronto se transforme en un cuarteto de “sampedranía”* o, como diría el “apóstol” Satanael en términos típicamente retumbantes, en los “jinetes del apocalipsis” narrativo en “este país tercermundista con nombre de abismo”.

El arte siempre depende de un principio de “selección natural”: la sobrevivencia de los más aptos en el plano creativo. Estoy seguro de que Giovanni Rodríguez, por su habilidad expresiva, estará al frente de esa desbocada cabalgata.


* Los demás miembros bien podrían ser Gustavo Campos, cuya novela corta Los inacabados ganó uno de los premios del Certamen literario 2006 “Premio Hibueras”, y Carlos Rodríguez, que ha publicado algunos de sus textos en mimalapalabra.
Quito, 22 de mayo del 2008.

jueves, 5 de marzo de 2009

Prólogo

No nos corresponde, amable lector, a vos y a mí juzgar por cierto lo que en las sucesivas páginas quedará referido acerca de la historia común de los cuatro personajes que en ella intervienen. Nos es lícito, sin embargo, con la libertad que nos ha sido heredada, observar, ya sea con discreción, con espanto o con algo de gozo, el curso de estos curiosos acontecimientos.

Se trata pues del recorrido por una parte de la vida (ficticia o real) de cuatro jóvenes: Wilmerio, Ricardo, Simón y Alfredo, primeramente observado y consignado por otro desocupado muchacho, cuya identidad aún desconozco, en las innumerables cuartillas que llegaron a mi nombre, dentro de un sobre sin remitente, a la oficina regional de la Secretaría de Cultura en la que por aquellos días de principios de 2006 yo trabajaba como promotor cultural.

Mi trabajo como editor, modestísimo comparado con el de nuestro escritor, apenas alcanzó para clasificar y pretender un orden en las páginas de las que hablo, puesto que en el sobre en que se encontraban no había estipulada ninguna disposición para este caso, salvo una breve nota en la que el autor me cedía la potestad de manejar a mi antojo los papeles y la información (o la ficción) contenida en ellos, así como los respectivos derechos para una eventual publicación en la editorial de la Secretaría.

Algunos episodios de la historia original fueron descartados para esta edición, ya que, o estaban incompletos en su redacción o no contribuían en absoluto al corpus de la novela (permítaseme llamar al texto de esta manera).

Cabe mencionar que luego de leer las cuartillas por primera vez y antes de emprender la labor de edición, me propuse investigar hasta qué punto los nombres y los acontecimientos podrían corresponder a la realidad, pero después de sondeos por aquí y por allá, los resultados, para bien o para mal, según se vea, fueron infructuosos. Nadie recuerda a cuatro muchachos que por esta periferia del mundo alguna vez hayan incurrido en actividades propias o al menos vinculadas al concepto de la herejía. Por esta razón he desestimado la posibilidad de que los textos refieran un conocimiento histórico y he decidido publicarlos como “obra de ficción”, que es lo que son al fin y al cabo. Por lo tanto, apelando a la confianza de que en estos tiempos modernos la Inquisición sólo sea un oscuro recuerdo en la memoria de la humanidad, dejo en tus manos, carísimo lector, este libro al que, a falta de título original, he decidido bautizar Ficción hereje para lectores castos.

De aquí en adelante esta historia es tuya. Y recordá: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.


El editor

Capítulo II

Donde se da cuenta de la primera aparición de Los Herejes en el templo del Señor


Por primera vez aparecieron ante los ojos de todos en la noche de los “Casos Imposibles”, pero ya antes se había instalado en cada uno de ellos la curiosidad por la práctica de la herejía.

Dos de ellos, Simón y Wilmerio, pasaron durante las primeras horas de la tarde de un jueves por ese inmenso establecimiento ubicado en la esquina opuesta al Museo de Antropología e Historia, cuya pared frontal anuncia pomposamente con letras rojas el rubro y el nombre de la institución: Iglesia Pare de sufrir, y más abajo, con la misma tipografía pero en un tamaño menos escandaloso, los siete días de la semana, cada uno con su respectivo horario y programa.

Era reciente la apertura del local porque los dos muchachos no se habían percatado antes de su existencia como centro de reuniones religiosas. Por eso se detuvieron, primero Simón y luego Wilmerio, para examinar el curioso itinerario semanal que debía funcionar como anzuelo para los futuros feligreses. “Lunes de Gozo”, “Martes de Oración”, “Miércoles de Causas Perdidas”, “Jueves de Unción”, “Viernes de Casos Imposibles”, “Sábado de Milagros”, “Domingo de Resurrección”, se leía en la pared. Al leer aquella información, Wilmerio recordó con cierta rara nostalgia los días en que era un niño y vivía en el pueblo, cuando enfrente de su casa el vecino, un viejo que dedicaba sus últimos años de vida a leer la biblia y tratar de “ganar almas para Cristo”, le dijo a uno de los muchos viejos que pasaban por ahí (porque el vecino se proponía únicamente “salvar” a los viejos, ya que eran ellos los más próximos a encontrar la muerte sin haber conocido a Dios) que Dios había creado los siete días de la semana con un objetivo diferente y que nosotros (todos) debíamos rendirle tributo toda la semana y no sólo los domingos, como muchos hacían. Eso es lo que al parecer hacen estos, se dijo Wilmerio al leer aquel itinerario en la pared.

Decidieron que esa noche harían su debut ante las casi trescientas personas que asistirían a presenciar “los milagros de Nuestro Salvador”. Llegaron al filo de la hora, para que nadie los recibiera antes de empezar la ceremonia, y se instalaron en los últimos asientos, próximos a la salida del establecimiento.

Una distracción momentánea les impidió enterarse de los primeros momentos de la reunión y de pronto, para sorpresa de ambos, escucharon cantar a toda la feligresía algo así como una canción de bienvenida, y antes que pudieran deducir qué era lo que sucedía, todos se acercaron a abrazarlos, en lo que representaba su bienvenida oficial al santo reino de Dios en la tierra.

Esta sorpresa no impediría, sin embargo, que se llevaran a cabo los planes que tan diligentes muchachos habían trazado con suficiente antelación; así que a los primeros abrazos recibidos Simón, como estaba convenido, empezó a mostrar los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada, al tiempo que de su boca se desprendían, con inusual prestancia, pequeños chorros de saliva espumosa, mientras todo el cuerpo se convulsionaba en medio de aquella impresionada barahúnda de creyentes.

Wilmerio, mientras tanto, ayudaba a los demás a sostener a su amigo, y poco a poco se fue formando alrededor suyo y de los otros santos socorristas una enorme rueda de alarmados cristianos. Unos levantaban las manos al cielo (aunque debe dudarse que las imploraciones traspasasen el techo que los separaba), otros entonaban cánticos de súplica al Altísimo y los más se limitaban, mediante curiosas exclamaciones, a atribuir el lamentable episodio al mismísimo Diablo, creador de todos los males existentes en el mundo.

De repente Simón dejó de convulsionarse y así, absolutamente quieto, se mantuvo durante unos cuantos segundos de gran expectación, hasta que, para nueva sorpresa de todos, levantó su mano derecha señalando un punto indeterminado en una de las partes altas del cielo raso. “¡El Diablo!”, dijo Simón, y todos dirigieron sus miradas horrorizadas hacia donde la mano señalaba. “¡El Diablo!”, repetía Simón, y ahora las cristianas miradas se dirigían a cualquier parte, hasta que el pastor de la iglesia, para quien al parecer la situación se estaba saliendo del límite de la jurisdicción de sus milagros, optó por encajarle una épica y nada cristiana cachetada en la mejilla izquierda. De inmediato Simón se calló, mientras Wilmerio lo miraba atónito, como si también él estuviera creyendo el teatro de su amigo. Pero esto no pararía con ese repentino momento de lucidez del pastor. Faltaba aún ver a Simón levantarse, dedicar una mirada extraña al pastor y a toda la feligresía y exclamar, en medio de un silencio mortuorio, “¡Milagro!”, “¡milagro!”, “¡milagro!”. Y así, Simón repetía y confirmaba el milagro del pastor mientras éste empezaba a sonreírle a él, a Wilmerio, a sus fieles, a Dios, y a recibir las felicitaciones de todos, momento que Simón habría de aprovechar para soltarle un sólido puñetazo en su frente y tumbarlo ahí, en el centro de aquel establecimiento destinado a la adoración del Divino Creador del Universo, para salir luego corriendo al tiempo que repetía la ya asumida verdad: “¡Milagro!”, “¡milagro!”, “¡milagro!”.