Donde se da cuenta de la primera aparición de Los Herejes en el templo del Señor
Por primera vez aparecieron ante los ojos de todos en la noche de los “Casos Imposibles”, pero ya antes se había instalado en cada uno de ellos la curiosidad por la práctica de la herejía.
Dos de ellos, Simón y Wilmerio, pasaron durante las primeras horas de la tarde de un jueves por ese inmenso establecimiento ubicado en la esquina opuesta al Museo de Antropología e Historia, cuya pared frontal anuncia pomposamente con letras rojas el rubro y el nombre de la institución: Iglesia Pare de sufrir, y más abajo, con la misma tipografía pero en un tamaño menos escandaloso, los siete días de la semana, cada uno con su respectivo horario y programa.
Era reciente la apertura del local porque los dos muchachos no se habían percatado antes de su existencia como centro de reuniones religiosas. Por eso se detuvieron, primero Simón y luego Wilmerio, para examinar el curioso itinerario semanal que debía funcionar como anzuelo para los futuros feligreses. “Lunes de Gozo”, “Martes de Oración”, “Miércoles de Causas Perdidas”, “Jueves de Unción”, “Viernes de Casos Imposibles”, “Sábado de Milagros”, “Domingo de Resurrección”, se leía en la pared. Al leer aquella información, Wilmerio recordó con cierta rara nostalgia los días en que era un niño y vivía en el pueblo, cuando enfrente de su casa el vecino, un viejo que dedicaba sus últimos años de vida a leer la biblia y tratar de “ganar almas para Cristo”, le dijo a uno de los muchos viejos que pasaban por ahí (porque el vecino se proponía únicamente “salvar” a los viejos, ya que eran ellos los más próximos a encontrar la muerte sin haber conocido a Dios) que Dios había creado los siete días de la semana con un objetivo diferente y que nosotros (todos) debíamos rendirle tributo toda la semana y no sólo los domingos, como muchos hacían. Eso es lo que al parecer hacen estos, se dijo Wilmerio al leer aquel itinerario en la pared.
Decidieron que esa noche harían su debut ante las casi trescientas personas que asistirían a presenciar “los milagros de Nuestro Salvador”. Llegaron al filo de la hora, para que nadie los recibiera antes de empezar la ceremonia, y se instalaron en los últimos asientos, próximos a la salida del establecimiento.
Una distracción momentánea les impidió enterarse de los primeros momentos de la reunión y de pronto, para sorpresa de ambos, escucharon cantar a toda la feligresía algo así como una canción de bienvenida, y antes que pudieran deducir qué era lo que sucedía, todos se acercaron a abrazarlos, en lo que representaba su bienvenida oficial al santo reino de Dios en la tierra.
Esta sorpresa no impediría, sin embargo, que se llevaran a cabo los planes que tan diligentes muchachos habían trazado con suficiente antelación; así que a los primeros abrazos recibidos Simón, como estaba convenido, empezó a mostrar los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada, al tiempo que de su boca se desprendían, con inusual prestancia, pequeños chorros de saliva espumosa, mientras todo el cuerpo se convulsionaba en medio de aquella impresionada barahúnda de creyentes.
Wilmerio, mientras tanto, ayudaba a los demás a sostener a su amigo, y poco a poco se fue formando alrededor suyo y de los otros santos socorristas una enorme rueda de alarmados cristianos. Unos levantaban las manos al cielo (aunque debe dudarse que las imploraciones traspasasen el techo que los separaba), otros entonaban cánticos de súplica al Altísimo y los más se limitaban, mediante curiosas exclamaciones, a atribuir el lamentable episodio al mismísimo Diablo, creador de todos los males existentes en el mundo.
De repente Simón dejó de convulsionarse y así, absolutamente quieto, se mantuvo durante unos cuantos segundos de gran expectación, hasta que, para nueva sorpresa de todos, levantó su mano derecha señalando un punto indeterminado en una de las partes altas del cielo raso. “¡El Diablo!”, dijo Simón, y todos dirigieron sus miradas horrorizadas hacia donde la mano señalaba. “¡El Diablo!”, repetía Simón, y ahora las cristianas miradas se dirigían a cualquier parte, hasta que el pastor de la iglesia, para quien al parecer la situación se estaba saliendo del límite de la jurisdicción de sus milagros, optó por encajarle una épica y nada cristiana cachetada en la mejilla izquierda. De inmediato Simón se calló, mientras Wilmerio lo miraba atónito, como si también él estuviera creyendo el teatro de su amigo. Pero esto no pararía con ese repentino momento de lucidez del pastor. Faltaba aún ver a Simón levantarse, dedicar una mirada extraña al pastor y a toda la feligresía y exclamar, en medio de un silencio mortuorio, “¡Milagro!”, “¡milagro!”, “¡milagro!”. Y así, Simón repetía y confirmaba el milagro del pastor mientras éste empezaba a sonreírle a él, a Wilmerio, a sus fieles, a Dios, y a recibir las felicitaciones de todos, momento que Simón habría de aprovechar para soltarle un sólido puñetazo en su frente y tumbarlo ahí, en el centro de aquel establecimiento destinado a la adoración del Divino Creador del Universo, para salir luego corriendo al tiempo que repetía la ya asumida verdad: “¡Milagro!”, “¡milagro!”, “¡milagro!”.
perdone usted querido autor por la brevedad de mi comentario, pero solo me nace decir: VIVA SIMON
ResponderEliminarperdone ustd querido autor la brevedad de mi comentario pero solo me resta decir: VIVA SIMON
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